viernes, 18 de diciembre de 2020

Fuimos. Homero Manzi.


Fuimos

    Música: José Dames
    Letra: Homero Manzi


    Fui como una lluvia de cenizas y fatigas
    en las horas resignadas de tu vida…
    Gota de vinagre derramada,
    fatalmente derramada, sobre todas tus heridas.
    Fuiste por mi culpa golondrina entre la nieve
    rosa marchitada por la nube que no llueve.
    Fuimos la esperanza que no llega, que no alcanza
    que no puede vislumbrar su tarde mansa.
    Fuimos el viajero que no implora, que no reza,
    que no llora, que se echó a morir.

    ¡Vete…!
    ¿No comprendes que te estás matando?
    ¿No comprendes que te estoy llamando?
    ¡Vete…!
    No me beses que te estoy llorando
    ¡Y quisiera no llorarte más!
    ¿No ves?,
    es mejor que mi dolor
    quede tirado con tu amor
    librado de mi amor final
    ¡Vete!,
    ¿No comprendes que te estoy salvando?
    ¿No comprendes que te estoy amando?
    ¡No me sigas, ni me llames, ni me beses
    ni me llores, ni me quieras más!

    Fuimos abrazados a la angustia de un presagio
    por la noche de un camino sin salidas,
    pálidos despojos de un naufragio
    sacudidos por las olas del amor y de la vida.
    Fuimos empujados en un viento desolado…
    sombras de una sombra que tornaba del pasado.
    Fuimos la esperanza que no llega, que no alcanza,
    que no puede vislumbrar su tarde mansa.
    Fuimos el viajero que no implora, que no reza,
    que no llora, que se echó a morir.

    https://youtu.be/Nc7GR6Cwdps

    https://youtu.be/plDOBYzwsGs


    jueves, 17 de diciembre de 2020

    Las Ciudades Invisibles: Anastasia.

     

    Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevoladas por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix, crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne de faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces - así cuentan - invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia, los deseos se les despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar el deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen malignos, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas, ónices, crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.

    Italo Calvino

    jueves, 3 de diciembre de 2020

    Pasos. Malena Muyala.

    Vamos por un camino añejo
    Somos almas que lleva el tiempo
    Sombras cargando su pasado
    Siembra de los que no han estado
    Pasará, pasará
    Deja que te susurre el viento
    Viaja sin pena ni lamento
    Todo lo que creí perdido,
    Labra las huellas del destino
    Pasará, pasará
    Pasamanos
    Pasatiempo
    Pasacalles
    Paso yo
    Pasa el sueño y la vigilia
    Pasa el tiempo del perdón
    Pasan padres
    Pasan vidas
    Pasa el día del amor
    Paso firme de las cosas
    Que nos deja
    Solos
    Vidas pendiendo de la nada
    Hojas de una rama cortada
    Nada será lo que has vivido
    Todo para entrar al olvido
    Pasará, pasará
    Cuando insista la memoria
    Aclama por la misericordia
    Diosas que se venden al peso
    Reptan en un mercado inmenso
    Pasará, pasará
    Pasamanos
    Pasatiempo
    Pasacalles
    Paso yo
    Sin saber lo que nos pasa
    Pasa el tren de la ocasión

    martes, 27 de octubre de 2020

    Los estatutos del hombre. Thiago de Mello


    «Estatutos del Hombre»
    (Acta institucional permanente)
    Thiago de Mello

    A Carlos Heitor Cony

                        Artículo I.
    Queda decretado que ahora vale la verdad,
    que ahora vale la vida
    y que con las manos unidas
    trabajaremos todos por la vida verdadera.

                        Artículo II.
    Queda decretado que todos los días de la semana,
    incluso los feriados más solemnes,
    tienen derecho a convertirse en mañanas de domingo.

                        Artículo III.
    Queda decretado que a partir de este instante
    habrá girasoles en todas las ventanas,
    que los girasoles tendrán derecho
    a abrirse dentro de la sombra
    y que las ventanas han de permanecer, el día entero,
    abiertas hacia el verde donde crece la esperanza.

                        Artículo IV
    Queda decretado que el hombre
    no precisará nunca más dudar de los seres humanos.
    Que cada hombre confiará en su especie
    Como la palmera en el viento,
    Como el viento en el aire,
    Como el aire en el campo azul del cielo.

    Parágrafo único:
    Un hombre confiará en los hombres
    como un niño pequeño confía en los otros.

                       Artículo V.
    Queda decretado que los hombres
    están libres del yugo de la mentira.
    Nunca más será necesario usar la coraza del silencio,
    ni la armadura de las palabras.
    El hombre se sentará a la mesa
    con el corazón limpio,
    porque la verdad será servida antes de la sobremesa.

                        Artículo VI.
    Queda establecida, por lo menos durante diez siglos,
    la práctica soñada por el profeta Elías,
    en la que lobo y cordero pastarán juntos
    y su alimento tendrá el gusto mismo de la aurora.

                         Artículo VII.
    Por decreto inderogable queda establecido
    el reinado permanente de la justicia y la claridad.
    Y la alegría será bandera generosa
    por siempre resguardada en el alma del pueblo.

                         Artículo VIII.
    Queda decretado que el mayor dolor siempre ha sido y será
    no poder darse en amor a quien se ama,
    sabiendo que precisamente esa agua
    es la que da a las plantas el milagro de la flor.

                          Artículo IX.
    Queda permitido que el pan cotidiano
    ofrezca a cada hombre los signos de su esfuerzo.
    Pero, sobre todo, que tenga siempre el dulcísimo sabor de la ternura.

                          Artículo X.
    Queda permitido a cualquier persona,
    en cualquier hora de su vida,
    usar el traje más blanco.

                          Artículo XI
    Queda decretado, por definición,
    que el ser humano es un animal que ama
    y que por eso es bello,
    mucho más aún que la estrella de la mañana.

                           Artículo XII.
    Decrétase que nada será obligado ni prohibido:
    todo será permitido,
    incluso brincar como los rinocerontes
    y caminar por las tardes
    con una inmensa begonia en la solapa.

    Parágrafo único:
    Sólo una cosa queda prohibida:
    hacer el amor sin amor.

                            Artículo XIII.
    Queda decretado que el dinero
    no podrá comprar jamás el sol de las mañanas venideras.
    expulsado del gran baúl del miedo
    será sólo una espada fraternal
    para defender el derecho a cantar en la fiesta del día que nace.

                            Artículo final.
    Queda vetado el uso de la palabra "libertad".
    Será suprimida en los diccionarios
    y en el pantano engañoso de las bocas.
    A partir de este instante
    la libertad será algo vivo y transparente,
    como un fuego, como un río, como la simiente del trigo,
    y su morada será por siempre
    el corazón de los hombres.

    Santiago de Chile, Abril de 1964

    sábado, 29 de agosto de 2020

    Los Celosos. Silvina Ocampo.

    Irma Peinate era la mujer más coqueta del mundo, lo fue de soltera y aún más de casada. Nunca se quitaba, para dormir, el colorete de las mejillas ni el rouge de los labios, las pestañas postizas ni las uñas largas, que eran nacaradas y del color natural. Los lentes de contacto, salvo algún accidente, jamás se los quitaba de los ojos. El marido no sabía que Irma era miope; tampoco sabía que antaño se comía las uñas, que sus pestañas no eran negras y sedosas, sino más bien rubias y mochas. Tampoco sabía que Irma tenía los labios finitos. Tampoco sabía, y esto es lo más grave, que Irma no tenía los ojos celestes. El siempre había declarado:

    —Me casaré con una rubia de pestañas oscuras como la noche y de ojos celestes como el cielo de un día de primavera.

    ¡Cómo defraudar un deseo tan poético! Irma usaba lentes de contacto celestes.

    —A ver mis ojitos celestes de Madonna —exclamaba el marido de Irma, con su voz de barítono, que conmovía a cualquier alma sensible—.

    Irma Peinate no sólo dormía con todos sus afeites: dormía con todos los jopos y postizos que le colocaban en la peluquería. El batido del pelo le duraba una semana; el ondulado de los mechones de la nuca y de la frente, cinco días; pero ella, que era habilidosa, sabía darles la gracia que le daban en la peluquería, con jugo de limón o con cerveza. Este milagro de duración no se debía a un afán económico, sino a una sensualidad amorosa que pocas mujeres tienen: quería conservar en su pelo las marcas ideales de los besos de su marido. ¿Y cómo los conservaba, si su marido no usaba lápiz labial? En el perfume de la barba: el pelo de la barba, mezclado al pelo de su cabellera de mujer, formaban un perfume muy delicado e inconfundible que equivalía a la marca de un beso. Irma, para no deshacer su peinado, dormía sobre cinco almohadones de distintos tamaños. La posición que debía adoptar era sumamente forzada e incómoda. Consiguió en poco tiempo una seria desviación de la columna vertebral, pero no dejó por ese motivo de cuidar su peinado. Se mandó hacer el almohadón como chorizo relleno de arroz que usan los japoneses. Como era muy bajita (hasta dijeron que era enana), se mandó hacer unos zuecos con plataformas que medían veinte centímetros de alto. Consiguió que su marido se creyera más bajo que ella. Ella nunca se sacaba los zuecos, ni para dormir, y su estatura fue siempre motivo de admiración, de comentarios sobre las transformaciones de la raza. Como amazona se lució y, como  nadadora, en varias oportunidades, también. Nadaba, es natural, con un pequeño salvavidas; y al caballo que montaba su cuidador le daba una buena dosis de narcótico para que su mansedumbre fuera perfecta. El caballo, que se llamaba Arisco, quedó un día dormido en medio de una cabalgata. La caída de Irma no tuvo mayores consecuencias ni puso en peligro su vida; lo único desagradable que le sucedió fue que se le rompió un diente. La coqueta volvió a su casa fingiendo tener una afonía y no abrió la boca durante un mes. Tampoco quiso comer. Buscó en la guía la dirección de un odontólogo. Esperó dos horas, contemplando los países pintados en los vidrios de las ventanas, que le sugerían futuros viajes a los bosques del sur, a las cataratas del Niágara, a Brasilia o a París; ya en los últimos momentos de la espera, cuando le anunciaron: "Puede pasar, señora", el dentista la saludó como un gran señor o como un gran payaso, agachando la cabeza. Señaló la silla de las torturas, sobre la que se acomodó Irma. Después de un "vamos a ver qué le pasa", contempló la boca, no muy abierta por coquetería, de la señora.

    —Es este diente —gritó Irma—. Se me rompió en un accidente de caballo.

    —De caballo —exclamó el dentista—. Que términos violentos. No será para tanto. Vamos a examinar este collar de perlas dijo—. ¿Y cómo dice que se produjo? Algún tarascón, sin duda. —El dentista gimió levemente al ver la perla quebrada. —Qué pena, en una boca tan perfecta. Abra, abra un poco más.

    "Si mi marido estuviera en el cuarto de al lado", pensó Irma, "qué imaginaría, él que es tan desconfiado".

    —Habrá que colocar un pivot —dijo el dentista—. No se va a notar, se lo puedo garantizar.

    —¿Saldrá muy caro?.

    —Para estas perlas nada resultaría bastante valioso.

    —Sin broma.

    —Sin broma. Le haré un precio especial.

    —¿Especialmente caro?

    Tal vez se había excedido en las bromas, pues el facultativo le guiñó el ojo y le oprimió la pierna como con tenazas entre las de él, lo cual provocó un gemido, pero todo esto lo hizo muy respetuosamente, sin ningún alarde ni vacilación. Después de concretar, en una tarjeta rosada, la hora en que se empezaría el trabajo, Irma recogió sus guantes, la tarjeta, su bufanda y la cartera y, corriendo, salió del consultorio, donde tres enanas la miraban con envidia.

    Transcurrieron los días sin que el marido lograra arrancar una palabra a su mujer. De noche, antes de acostarse y de besarlo, apagaba la luz.

    —¿Cuándo oiré tu voz melodiosa, deidad de mis sueños?

    Un arrullo de palomas le contestaba con el encanto habitual, porque, hablara o no hablara, la gracia era una de las especialidades de Irma.

    —Te noto extraña —le dijo un día su marido—. Además nunca sé adónde vas por las tardes.

    —Loquito, adónde voy a ir que no sea para pensar en vos. —Por lo menos hablaba.

    —Me parece muy natural, inevitable casi podría decir, pero no creas que me quedo tranquilo. Sos el tipo de mujer moderna que tiene aceptación en todos los círculos. Alta, de ojos celestes, de boca sensual, de labios gruesos, de cabellos ondulados, brillantes, que forman una cabeza que parece un soufflé, de esos bien dorados, que despiertan mi alma golosa. ¡La pucha que me da miedo! Si fueras una enana o si tuvieras ojos negros, o el pelo pegoteado, mal peinado y las pestañas descoloridas... o si fueras ronca, ahí nomás; si no tuvieras esa  vocecita de paloma. A veces me dan ganas de querer a una mujer así ¿sabés? Una mujer que fuera lo contrario de lo que sos. Así estaría más tranquilo.

    —¿Qué sabés? ¿Acaso no hay otras cosas que la altura, el pelo, los ojos celestes, las pestañas?

    —Si lo sabré. Pero, asimismo, convendría que fueras menos vistosa.

    —Vamos, vamos. ¿Querés acaso que me vista de monja?.

    —Y ese collar de perlas que se entrevé cuando sonreís, es lo más peligroso de todo.

    —¿Querés que me arranque los dientes?

    El marido de Irma cavilaba sobre la belleza de su mujer. "Tal vez todo hubiera sido distinto si no fuera por la belleza. Me hubiera convenido que fuera feíta como Cora Pringosa. Era agradable y no me hubiera inquietado por ella, pues a quién le hubiera gustado y, si a alguien le hubiera gustado, a quién le hubiera importado".

    ¿Adónde iría Irma por la tarde? Salía con prisa y volvía escondiéndose. Resolvió seguirla. Es bastante difícil seguir a una mujer que se fija en todo lo que la rodea. Fracasó varias veces en sus intentos, porque se interceptó entre él y ella un automóvil, un colectivo, unas personas y hasta una bicicleta. Logró por fin seguirla hasta Córdoba y Esmeralda, donde tomó un taxi hasta la casa del dentista. Ahí bajó y entró sin que él supiera a que piso iba. No había ninguna chapa indicadora. Esperó en la planta baja, fingiendo leer un diario. Subía y bajaba el ascensor. Se sentó en un escalón de mármol de la escalera.

    Aquella tarde en que se aproximaba la primavera, el dentista acompañó a Irma hasta la puerta del ascensor. Al pasar junto a los vidrios pintados de las ventanas, el odontólogo murmuró:

    —¿No sería lindo pasear por estos paisajes?

    A Irma le pareció que la abrazaba en una cama de hotel. Se ruborizó y, al entrar en el ascensor, no dijo adiós.

    —¿Está enojada? ¿Le hice doler? Sonría. Muéstreme mi obra de arte, — exclamó el odontólogo asustado.

    El ascensor se llevaba a la paciente entre sus rejas como a una prisionera.

    Fuera llovía, ya estaba su marido apostado con un paraguas cerrado en la mano. Había oído las frases pornográficas pronunciadas por esa voz de barítono sensual. Ciego de rabia blandió el paraguas y, al asestar a Irma un golpe en la cabeza, le rompió el premolar recién colocado y simultáneamente se le cayeron los cristales de contacto, las pestañas, los postizos de su peinado; las sandalias altas fueron a parar debajo de un automóvil. No la reconoció.

    —Discúlpeme, señora. La confundí. Creí que era mi esposa —dijo perturbado—. Ojalá fuese como usted; no sufriría tanto como estoy sufriendo.

    Apresurado se alejó, sintiéndose culpable por haber dudado de la integridad de su mujer.

    sábado, 6 de junio de 2020

    Cómo se salvó Wang-Fo, de Margarita Yourcenar.


    CÓMO SE SALVÓ WANG-FO, DE MARGUERITE YOURCENAR 
    El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han.  Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo pinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres porque WangFo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba 
    respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.  
     
    Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos.  
     
    Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas. 
     
     
     
    Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la tormenta. 
     
     
    Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildemente le ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto.  
     
    Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su rostro se marchitaba como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano.  
     
    Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la estrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los frascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han.  
     
    Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración. 
     
     
     
    Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente que lo escuchaba.  
     
    Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gritadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río.  
     
    Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de WangFo, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. 
     
    Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar. 
     
     
     
    Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del Cielo.  
     
    Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador. 
     
    El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto, que no reflejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja.  
    —Dragón Celeste —dijo Wang-Fo prosternándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano; soy como el invierno. Tienes diez mil vidas; no tengo más que una que está por terminar. 
    ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado. 
    —¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador.  
     
    Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había frecuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores.  
     
    —¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperador inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba—. Te lo voy a decir. Pero como el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. 
     
    En esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían atravesar el corazón.  
     
    A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: 
    sacudido por los caminos, de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los sacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Solo tú reinas en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir.  
     
     
     
    »Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino. 
    »Y como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo?» 
     
     
    Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en un suspiro:  
    —Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.  
     
    Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra verde. 
     
     
    El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo.  
     
    —Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras que se reflejan sobre las paredes de una esfera. Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado.  
     
    Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling.  
     
    Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, pero Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua.  
     
    La frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. 
     
     
    Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas.  
     
    Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja.  
     
    Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando: 
    —Te creía muerto. 
    —Vivo en usted —contestó respetuosamente Ling—. Estando usted vivo, ¿cómo hubiera podido morir? 
     
     
    Y ayudó al maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto. 
    —Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo—. Estos desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer? 
    —No tema, maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Solo el Emperador conservará en el corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura.  
     
    Y agregó:  
    —El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas. 
    —Partamos —dijo el viejo pintor.  
     
    Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo.  
     
    El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fo que flotaba al viento. 
     
     
    La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor WangFo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar. 
     
    (Tomado de Cuentos orientales, 
    Gallimard, Francia, 1963; 
    Traducción de Patricia Daumas y Silvia Molina)